
Anoche cronometré mis pautas etílicas. El primer sorbo de gin tonic se produjo a las 23.57 y el último a las 6.53. En esas casi siete horas engullí ocho copas, algo más de la mitad de una botella, gasté 47 euros y logré la satisfacción de volver a sentirme al mismo tiempo más decrépito, pero también más feliz. En lo que es prácticamente una jornada laboral, interrogué a algunas mentes indefensas, intercambié conversaciones con desconocidos en las barras mientras esperaba mi turno, me quedé con la vuelta de un despistado, busqué el roce malintencionado con las que estaban por encima del listón y gasté bromas estúpidas con las que estaban por debajo. Era la vuelta a la rutina nocturna y crápula que te castiga más en la resaca porque te ve más indefenso.
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