domingo, 26 de septiembre de 2010

Ruinas esporádicas o las ‘jeckyll-hyde’ y sus pócimas etílicas

La vida crápula no sólo consiste en embriagarse esporádicamente y hacer locuras de una noche. El verdadero canalla tiene una particular forma de ser, un modus vivendi que lo delata fácilmente. Sin embargo, cada vez más hay quien se cree un trápala por intoxicar su sangre con bebidas espirituosas y comportarse como lo que no es. Tradicionalmente, han sido las féminas las que más han repudiado a las canallescas nocturnas y diurnas, pero, por alguna extraña razón, algunas de ellas se sienten atraídas por el mundo crápula hasta tal punto que intentan formar parte de ese peculiar y nada recomendable modo de vida. No obstante, lo único que consiguen es cambiar radicalmente su personalidad amparadas en desproporcionadas dosis de alcohol. Esporádicamente pasan de ser reputadas doctoras Jeckyll a desvergonzadas señoritas Hyde y con ello creen que convertirse en mujeres fatales. Las bebidas espirituosas y fermentadas ayudan a desinhibirlas, sobre todo cuando se trata de verdaderas reprimidas sociales. Es un efecto que curiosamente no se percibe tanto en el verdadero canalla, que se deleita y se lamenta al mismo tiempo de su incapacidad para cambiar de vida.
Pese a todo esto, una noche etílica siempre supondrá para estas aspirantes a crápulas un efecto de fugaz válvula de escape, con la que oníricamente se sienten liberadas de la represión a las que socialmente ellas mismas se someten. Por tanto, no estará tan mal eso de ser chica canalla por una noche.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Ladillas ruinas

Pido disculpas a todos por tardar una semana en actualizar este blog, pero me puedo excusar por una tragedia corporal, una invasión de ‘Pthirus pubis’. Vale, jodidas ladillas. Pero, hay que reconocer que un latinajo que incluya la palabra pubis tiene una carga erótica que reconforta. Eso sí, no te quita el incesante picor de esos piojitos diabólicos, que no me los ha mandado Eros sino una lujuria paupérrima. Y no me refiero con esto a lo pecuniario, porque servidor hace años que ha logrado evitar a las putas ‘low cost’, aunque ahora suele tratar más bien con sus hijos. Lo que quiero decir es que esta invasión de diminutos parásitos chupasangres viene provocada por mi incapacidad para frenar los instintos masculinos más bajos, que me llevan a alternar con soltura y sin miramiento ninguno por ese gran universo nocturno de féminas poco agraciadas y propensas al disfrute sexual sin cortejos ni previos ni posteriores.
Los síntomas son claros. Un prurito, que nada tiene que ver con los sofocos veraniegos, te recorre todo el cuerpo, aunque se suele centrar en zonas sensibles. Después llega la consulta al farmacéutico, que te confirma el contagio venéreo. Un tratamiento a base de crema y champú especiales, que me han costado como un servicio de una humilde meretriz, es suficiente para empezar el exterminio de las ladillas. Pero, lo que más me ha dolido es el doble mensaje del boticario: La infección se produjo hace una semana y no debo tener relaciones hasta una semana después del tratamiento. Lo primero fastidia bastante porque me niego a recordar cuál pudo ser la desgraciada que me ha originado estos horribles picores. No me gasto medio sueldo en beber ginebra para tener que acordarme de esos escabrosos detalles. Lo segundo me hace reflexionar durante unos minutos para concluir que tendré que evitar en la medida de lo posible el desenfreno sexual sin criterio. Y no sólo en las próximas semanas sino también como un nuevo ‘modus vivendi’. Pero, estas divagaciones terminarán como siempre hundidas entre los cereales fermentados, mientras que brindo por la orgía de ‘piojos del pubis’ que vivo en mi cama. Es un buen momento para sustituir a ese inoperante ‘karma’ y vengarme de Claudia, la ‘panseguro’, que me fastidió un prometedor ligue hace casi un año. Será una forma de expandirme, aunque sea montando franquicias de mis ladillas en cuerpos ajenos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Rutinas ruinas

Da igual que sea Hendricks o Larios, cada mañana la ginebra tiene la poca vergüenza de restregarme con su sabor el desastre de la noche anterior. Ni siquiera un pitufo grasiento y madrugador, con el que me gusta saludar al sol, me ayuda a eliminar el aliento de esa bebida ruin y perversa. He probado a beber agua con limón, un viejo truco de la nueva escuela, pero siempre me queda la esencia ginebresca que me torpedea todo el día con imágenes de la noche anterior. En mi retina vuelven a quedar los mismos bares con sus mismas canciones y las miradas perdidas y esquivas de otros que, como yo, salen a buscarse.

Anoche cronometré mis pautas etílicas. El primer sorbo de gin tonic se produjo a las 23.57 y el último a las 6.53. En esas casi siete horas engullí ocho copas, algo más de la mitad de una botella, gasté 47 euros y logré la satisfacción de volver a sentirme al mismo tiempo más decrépito, pero también más feliz. En lo que es prácticamente una jornada laboral, interrogué a algunas mentes indefensas, intercambié conversaciones con desconocidos en las barras mientras esperaba mi turno, me quedé con la vuelta de un despistado, busqué el roce malintencionado con las que estaban por encima del listón y gasté bromas estúpidas con las que estaban por debajo. Era la vuelta a la rutina nocturna y crápula que te castiga más en la resaca porque te ve más indefenso.